Que la realidad siempre supera a la ficción ya lo sabíamos, no es ninguna novedad. Es más, creo que si el argumento de este año 2020 lo hubiera escrito un guionista, sin ninguna duda, ahora sería el profesional más cotizado y con más proyección del mundo. Acepté agradecida la propuesta de colaborar en este número monográfico de la RTS sobre creatividad e innovación pocos meses antes de que un virus con un diámetro medio de sesenta y siete nanómetros, un agente acelular que necesita otro ser vivo para replicarse, de un día para otro, diera un vuelco radical a las vidas de todos los habitantes del planeta, condenándonos a vivir dentro de una especie de distopía digna de la mejor serie de Netflix.
Al inicio, todavía en estado de shock, cuando no podíamos creer que estaba ocurriendo aquello que nunca habíamos imaginado, como primera reacción a una realidad que estallaba y saltaba por los aires en infinitos pedazos, algunas voces, probablemente tan bienintencionadas y optimistas como ingenuas, a modo de oráculo, se hicieron oír. Muy convencidas, aquellas voces defendieron que esta crisis sin precedentes significaba el fin de un mundo agotado y que eso era una oportunidad, que de esta experiencia tan inédita seguro que saldríamos mejores, que nuestra vulnerabilidad (por fin descubierta) era también nuestra fortaleza, que no existía otro camino posible que no fuera la cooperación y la solidaridad para no dejar a nadie atrás, que más que nunca había llegado el tiempo de innovar, de reconstruir juntos o, mejor aún, de construir algo nuevo.